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La naturaleza del lenguaje en la traducción del Inglés


Nuestra posición ante el lenguaje no es neutral. Como observara Wilbur Urban, los filósofos que se han ocupado del tema han adoptado una posición confiada o escéptica ante el lenguaje."9 Los pensadores adscritos al primer grupo tienden a creer que todo término, expresión o signo lingüístico se refiere de algún modo a cierta realidad que está fuera de ellos; el segundo grupo de filósofos tiende a subrayar la autonomía de términos, expresiones o signos hasta el punto, en algunos casos, de concederles un estatuto ontológico considerado independiente de una realidad externa al signo, de la que se afirma que es difícilmente cognoscible.

Un ejemplo de la primera posición sería el representado por Bertrand Russell y el primer Wittgenstein.29 30 Para Russell, la estructura subyacente del lenguaje refleja la del mundo, por lo que el análisis del primero puede conducir a la aprehensión de verdades acerca del segundo. De ahí su interés por la búsqueda de un lenguaje perfecto, carente de imprecisiones, y su recurso a la lógica, dentro de un enfoque completamente denotativo, para resolver los problemas planteados por la equívoca estructura del lenguaje natural o corriente, es decir, el lenguaje no formalizado que todos hablamos.

El lenguaje corriente es defectuoso en términos lógicos, está plagado de ambigüedades y en él no todas las cosas significan lo mismo para todas las personas; aunque eso es justamente, afirma al mismo tiempo Russell, lo que posibilita la comunicación al permitir que las personas hablen de aquello con lo que no están familiarizadas. Dado que el término «Picadilly» es comprendido por alguien que haya paseado por esa calle de Londres de modo radicalmente diferente al de alguien que no lo haya hecho (por muchas cosas que sepa al respecto), si se insistiera en la ausencia de ambigüedad y en la univocidad del significado, sería imposible hablar de aquello que no se conoce por vía directa. Russell llama a este conocimiento «conocimiento por familiaridad» (procedente de los datos sensibles producidos por los objetos —no de los objetos mismos—, la memoria, los recuerdos y los estados psíquicos propios, así como los conceptos universales) y lo contrapone al «conocimiento por descripción» (que se deriva del conocimiento por familiaridad —y no de los datos sensibles y permite superar el marco de aquello que conocemos de modo empírico).


El método propuesto por Russell en esa búsqueda del lenguaje perfecto se inscribe dentro de su doctrina del atomismo lógico. Esta denominación hace hincapié, por un lado, en el instrumento lógico (la lógica simbólica) que permite saber cómo funciona el lenguaje natural y, por ende, saber algo de aquello que se describe y, por otro, en la capacidad de formular las proposiciones más simples posibles (proposiciones atómicas) para describir los hechos simples del mundo (hechos atómicos), que son datos sensibles. Las proposiciones más complejas (proposiciones moleculares) serían combinaciones de proposiciones simples unidas mediante conectores lógicos (y, o, no, si... entonces, etcétera), que no tienen correlato en la realidad y cuya verdad o falsedad está en función de la verdad o falsedad de las proposiciones atómicas que las componen.

Un ejemplo de la segunda posición es la del último Wittgenstein,31 que niega la capacidad designadora de las palabras y la pretensión de que por medio de la lógica sea posible desentrañar la naturaleza del lenguaje. Más que adoptar un planteamiento logicista, prefiere definir el lenguaje en términos de representación pictórica. El lenguaje natural es mucho más rico que el lenguaje formal de la lógica, y ésta es incapaz de ofrecer pista alguna sobre el mundo. Además, no puede afirmarse que haya nada común a todos los fenómenos lingüísticos, puesto que el lenguaje funciona con definiciones difusas. El conjunto de los elementos lingüísticos forma una «familia» en la que sus miembros mantienen relaciones y parecidos, algunos particulares y otros generales; como ejemplo, Wittgenstein presenta el concepto de juego: las semejanzas aparecen y desaparecen según los juegos que comparemos. La idea de competición parece central en la definición de «juego» y, sin embargo, no todos los juegos son competitivos, lo cual no impide que no sea posible ganar o perder (como en el solitario).

Según el análisis russelliano, hay en el mundo constituyentes simples a los que corresponden los signos más simples, los nombres. Pero, ¿cuáles son estos constituyentes simples en el caso de una silla?, ¿son los mismos para el carpintero, el pintor o el físico? Wittgenstein responde que no es posible dar un sentido absoluto a las caracterizaciones de «simple» o «compuesto»: su sentido siempre se enmarca dentro de una multitud de posibles usos distintos.

Otra crítica a las teorías referencialistas —es decir, las teorías que, como la de Russell, insisten en la referencia a los objetos «externos» al lenguaje, sea de primero o de segundo orden— es la relacionada con los fenómenos internos. ¿Cómo sabemos, por ejemplo, lo que es el dolor? Según las teorías referencialistas, no hay posibilidad de sentir el dolor ajeno y sólo puede conocerse lo que significa la palabra «dolor» por experiencia propia. Supongamos, dice Wittgenstein, que todo el mundo tiene una caja que contiene algo denominado «escarabajo» y que ninguna persona puede mirar las cajas ajenas. Todo el mundo sabe lo que es un «escarabajo» mirando su propia caja, pero todas las demás cajas podrían contener algo diferente (e incluso en constante cambio). De modo que si la palabra «escarabajo» tuviera un uso, éste no se basaría en la designación de un objeto contenido en la caja propia. Puesto que nadie sabe lo que tienen los demás, el uso de la palabra no puede derivarse de la designación del contenido de la caja. Tampoco cabe la posibilidad de que «escarabajo» signifique «lo que hay dentro de la caja», ya que alguna podría estar vacía. Aplicando este ejemplo a la palabra «dolor» o a cualquier experiencia interna, resulta que el significado no puede depender ni siquiera en estos casos de la designación.

Para Wittgenstein, pues, es preferible considerar el lenguaje como un conjunto de usos (juegos de lenguaje). De ahí que lo filosóficamente fecundo no sea preguntar por el significado, por la relación referencial entre los nombres y las cosas, sino por el uso, por el funcionamiento del lenguaje dentro de esos juegos. El lenguaje puede utilizarse para una cantidad innumerable de propósitos, por lo que pretender encerrarlo en un conjunto rígido de reglas es como afirmar que un destornillador sólo puede servir para atornillar o desatornillar tornillos y no para clavar un clavo con el mango, abrir una lata de pintura o robar una cartera. Ciertamente hay reglas en los usos del lenguaje, pero eso no quiere decir que estas reglas estén siempre fijadas con claridad ni que no haya excepciones. Y es precisamente el juego de lenguaje, la forma particular de utilizarlo de acuerdo con los propósitos de los hablantes, el que puede mostrar las realas de un uso o juego lingüístico. Por otra parte, estos usos son tan variados y cambiantes (informar, ordenar, contar chistes, traducir, formular una hipótesis y comprobarla, pedir, narrar, suplicar, dar las gracias, describir un objeto dando las medidas o la forma, especular, rezar, saludar, etcétera) que Wittgenstein niega la posibilidad de establecer una tipología.

Estas actitudes de Russell y el segundo Wittgenstein, que representan dos visiones que cabría considerar extremas y que podrían parecer alejadas de nuestros intereses, están profundamente imbricadas con cualquier aproximación —teórica o práctica— a los actos lingüísticos y, entre ellos, por supuesto, la traducción. Dentro de la tradición literaria no es difícil reconocer huellas de ambas actitudes. El paso de la novela realista y naturalista a las vanguardias, por ejemplo, puede verse como un salto desde una poética dominada por la referencialidad a una poética donde el lenguaje adquiere valor por sí mismo. En el caso particular de la traducción, los traductores se ven constantemente enfrentados a situaciones en las que deben elegir una posición más confiada o más desconfiada frente al lenguaje. Por ello, de Russell y el primer Wittgenstein, el traductor debe retener la preocupación por la referencialidad y la confianza en el lenguaje en aquellos ámbitos de la traducción que parecen alimentar de modo evidente la idea de una equivalencia o cuasi equivalencia (ya sea mediante un solo término o mediante una paráfrasis), en la medida en que coinciden los sistemas de lexicalización de las diferentes lenguas y se producen situaciones denotativas en las que a una palabra o un grupo de palabras que designan en una lengua un objeto —real o imaginario, material o mental— puede corresponderle otra palabra u otro grupo de palabras en otra lengua. En estos casos, se produce una liipotética relación triangular entre la lengua de partida, la lengua de llegada y el objeto «externo» a ambas. Del segundo Wittgenstein, en cambio, debe retener la desconfianza ante las limitaciones de esa misma idea de equivalencia, sobre todo, a medida que aumenta la complejidad del lenguaje, puesto que ese aumento puede implicar un considerable alejamiento del referente hasta el punto de que sea imposible determinar esa hipotética relación triangular: el lenguaje acabaría construyendo su propia referencia, su propio mundo.

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